En la actualidad, Werther es una ópera viva. Aunque cada puesta, en las distintas casas de ópera que la han acogido este año, presenta sus méritos particulares, resulta imposible no reconocer, entre todas ellas, la de la Ópera de Viena. Este año han sido dos, a mi parecer, las bases para dicho prestigio: la puesta de Andrei Serban y la maravillosa interpretación de Elina Garança, la Charlotte de referencia desde el estreno de esta producción a inicios de 2005. En este sentido, fue una pena la repentina cancelación de Rolando Villazón debido a motivos de salud, ya que el tenor mexicano, al igual que Garança, es un intérprete completo musical y actoralmente. Su reemplazo, el correcto pero desapasionado Ramón Vargas, y la dirección musical de Bertrand de Billy, quien no supo aprovechar plenamente el inmenso potencial de la orquesta, fueron los puntos bajos del Werther vienés de este año. Pero, además de esta producción, otra también ha brillado por singulares méritos en territorios, al igual que el vienés, emparentados con los orígenes del Werther operístico: me refiero a la producción de la Ópera de Frankfurt. El Werther de esta casa de ópera, en la temporada del presente año, estuvo bajo la dirección de Constantinos Carydis, quien recientemente había dirigido el Don Giovanni con el que la Ópera de Viena celebró su 140 aniversario. Asimismo, el joven maestro griego estuvo acompañado por un conjunto de talentosos intérpretes que dieron como resultado un espectáculo a la altura de las más prestigiosas casas de ópera del mundo. Destacaron, sobre todo, dos jóvenes figuras: el tenor Stefano Secco (quien ya había interpretado este protagónico al lado de Elina Garança en el Festival de Baden-Baden, reemplazando también a Villazón) y la soprano Britta Stallmeister (en el papel de Sophie, hermana de Charlotte).
La mencionada casa encargó su producción a Willy Decker, renombrado director de escena alemán, la cual fue estrenada a finales de 2005 y se mantiene todavía en su programación. Los trabajos de Decker, autor de puestas como el Don Carlo de la Ópera de Ámsterdam (2004) y La traviata del Festival de Salzburgo (2005), se distinguen por un minimalismo inteligente: los elementos escenográficos son mínimos, pero todos funcionales y revestidos de significados. En el caso del Werther francfortés, el colonés construyó un espacio dramático dividido en dos secciones, separadas mediante un muro corredizo: la casa (el espacio de la familia de Charlotte) y el desierto (el espacio de Werther). Desde el inicio, Werther es un espíritu sufriente que en el solitario desierto de su vida contempla la idea del suicidio. Su llegada a la casa de Charlotte (Alice Coote), le hace abandonar sus tanáticos pensamientos y conocer una fugaz felicidad. En este punto, debe destacarse el acierto de Decker al presentarnos, mediante la reunión de Charlotte, Sophie y el resto de sus hermanos, un cuadro familiar que recuerda la ilustración de Daniel Chodowiecki del momento en el que Werther conoce a Charlotte, rodeada de todos sus hermanos, y cuya relevancia no termina aquí. También es acertada la inclusión de un retrato de la madre de Charlotte, colgado en la pared, que enfatiza la importancia que tiene este personaje sobre el devenir trágico de los protagonistas, puesto que ella determinó el casamiento de su hija con Albert (Michael Nagy). En este sentido, Charlotte es obligada a llenar el vacío que su muerte dejó: primero, como madre para sus hermanos y, después, como esposa de Albert, unión mediante la cual se busca reconstruir el cuadro familiar.
Decker, que no se olvida de los valores que había asignado a los espacios, ubica las bodas de Charlotte y Albert no en el espacio de la casa, sino en el desierto. Lo mismo sucede con la escena en la que los recién casados se sientan a la mesa, en la cual el exagerado largo de la misma los separa. Así, el matrimonio, en todo momento, aparece marcado por signos que exteriorizan la tragedia latente de esta unión forzada. También se subraya la monotonía de la vida familiar mediante la monocromía del vestuario, que convierte a Charlotte y sus hermanos, incluida Sophie (infantilizada por su vestido), en un coro uniforme y carente de individualidad.
En la novela, la correspondencia de los sentimientos de Werther por parte de Charlotte es ambigua. En la ópera, es claro que Charlotte ama a Werther. Por ello, hacia el final intenta evitar su suicidio, pero llega tarde: lo encuentra agonizante. Empero, le devuelve el beso que él le había dado en su casa y que había desencadenado su separación. En la puesta de Decker, al igual que en la de Serban, estas acciones finales ocurren bajo la mirada de Albert. Asimismo, Charlotte es consciente de ello en ambas propuestas. Sin embargo, mientras que en la de Serban no se produce una confrontación entre los dos esposos, más allá de la de sus miradas; en la de Decker sí: con la pistola en sus manos, Charlotte se enfrenta a Albert ante cuyo seguro avance ella acaba retrocediendo y perdiendo el arma. A pesar de ello, corre a los brazos del desfalleciente Werther. Cuando este muere, reaparece aquel cuadro familiar del que inicialmente ella había sido el centro. Sus hermanos la reclaman con los cantos de Navidad, pero ella, ante dicha imagen, se desploma junto a su amante. Así, Decker convierte a Charlotte en víctima, junto con Werther, de las normas opresivas de la burguesía. Ambos participan del papel del chivo expiatorio, que se sacrifica con el fin de mantener el orden familiar de dicha clase social. Sin embargo, este orden, con la muerte de Charlotte, es también afectado. De este modo, la tragedia de los amantes, en la visión del colonés, deja una clara huella en su entorno, pues conlleva el desbaratamiento del régimen familiar. La muerte de la madre de Charlotte obedeció a las leyes de la naturaleza, que no contradicen las normas sociales; la de su hija, a una decisión individual, que encuentra en la muerte la única forma de liberarse de la cárcel en la que se ha convertido la familia debido a las normas sociales. Los cantos de los niños «anuncian», entonces, la salvación de los amantes: para ellos, la muerte es la única redención.
Publicado en Mnemósine, 3, 2009, pp. 3-4.